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Guy Brousseau

¡No pedagogismos, sino inspiraciones de la vida. Las necesidades del pueblo son los fines de la educación

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CLAME


lunes, 22 de diciembre de 2014

El diálogo en la enseñanza

El dialogo es esencial en la enseñanza. Para los docentes de matemática la pregunta es una herramienta fundamental, este libro aporta en esa vía.

Les entregamos un capítulo del esfuerzo de estos educadores Estadounidenses Nicholas Burbules y Ladd Holt.

Excelente para la discusión, la reflexión y la necesaria acción.

¡Feliz 2015 Victorioso!





Interludio. Un diálogo sobre enseñanza*
Escrito con Ladd Holt

Escena: un despacho en el Departamento de Educación de una universidad. El profesor Pat Richards está sentado ante su escritorio, escribiendo un artículo en la computadora; golpetea las teclas un tanto febrilmente; han pasado dos días de la fecha límite para la entrega del trabajo. Una llamada a la puerta de entrada lo interrumpe. «Discúlpeme, profesor Richards, me preguntaba si podría entrar y hablar con usted unos minutos.»

PR: Bueno, en realidad es... sí, seguro, está bien. Usted estuvo en mi curso el último semestre... Se llama Sal, ¿no es así?
ST: Sal Torres. Enseño en la Escuela Elemental Jefferson.
PR: Sí. ¿En qué puedo ayudarlo?
ST: No estoy seguro sobre si es exactamente ayuda lo que necesito. Usted ve, hace ocho años que enseño, y realmente amo la enseñanza... Soy un buen docente, creo. Pero a pesar de eso, me propongo renunciar. No sé cómo podría evitarlo.
PR: Caray, fundido (sic). Veo eso constantemente.
ST: No, no es eso en absoluto. En realidad, creo que usted es en parte la fuente del problema. Vea, desde que asisto a su clase, muchas cosas me molestan, referidas a mi trabajo, a mi escuela, a mis alumnos, a mis colegas, cosas que antes nunca me habían molestado. Leímos esos artículos de Apple, de Bowles y Gintis, y también los de usted, y lo que todos ellos aportaban, para mí, era que las escuelas les hacían mal a muchísimos estudiantes; no intencionalmente, pero de a poco, día tras día, por más que quisiéramos hacerles un bien. Intento poner todo eso en un platillo de la balanza, y sencillamente no lo consigo. Me siento como si yo fuera cómplice de alguna... de alguna conspiración insensata.
PR: Bueno, Sal, eso suena como si usted me planteara importantes cuestiones críticas acerca del sistema escolar. Hago grandes esfuerzos para que la gente comience a formular esas cuestiones. Pero es difícil encontrar respuesta para ellas, estoy de acuerdo.
ST: Tal vez no he sido lo bastante claro, profesor Richards. Mi problema no es que yo luche con nuevas cuestiones o considere una compleja cuestión sociológica. Hablo acerca de mi vida, de mi trabajo, de mis sentimientos acerca de mí mismo y del lugar en que trabajo. Me siento culpable. Me siento comprometido. Creo que no debo seguir haciendo una cosa que sin embargo me gusta, para la que soy apto. Me siento despojado, para decirlo lisa y llanamente, despojado de algo que era muy importante para mí. Y creo que usted es en parte responsable de ello.
PR: Tranquilícese un momento, Sal. Usted está un poco exaltado en este momento, y va a ser difícil hablar si continuamos así. Yo no esperaba mantener una conversación prolongada justo en este momento, pero me haré tiempo si está dispuesto a acordar conmigo.
ST: Bueno. Pero no me imagino qué podrá decirme que haga que me sienta un poco mejor.
PR: Por suerte, no intento que se sienta un poco mejor. Y no sabría cómo hacerlo, en modo alguno. Acaso esa culpa, y ese enojo, y un sentimiento de pérdida, no sean sino lo que usted está obligado a sentir. No puedo decirlo. Pero lo que sí puedo hacer es hablar con usted y escuchar, con más atención que hasta ahora, lo que usted me dice. Veamos si podemos llegar a una comprensión más clara de su situación. Si usted ha de dejar la enseñanza, mejor que sea por razones que después podamos considerar sin lamentarlas.
ST: Como dice el viejo chiste, ¿qué quiere decir con «nosotros»? Yo soy el único que está en la línea de batalla. Yo soy el único cuyo trabajo está en juego.
PR: No estoy seguro de que sea tan simple, Sal. Vea, usted ha entrado aquí y me ha puesto frente a un dilema inquietante. Usted es uno de los estudiantes con los que he trabajado con más gusto. Sus comentarios en clase y sus trabajos fueron magníficos. Me gustaba verlo debatirse con ideas y cuestiones que la mayoría de los estudiantes intenta pasar por alto o racionalizar. Usted tiene una profunda conciencia de lo que hace, es reflexivo y riguroso, es sagaz…todas las cosas que puedo desear en un estudiante. Más aun: usted es el tipo de persona que más necesitamos en las escuelas. Ahora bien: justamente porque usted es todas esas cosas, y porque me parece que he tenido un buen resultado en lo que intentaba lograr en mi curso, usted está a punto de dejar su trabajo. Eso no es en modo alguno lo que yo quería. Pero si ese es el resultado con mi mejor estudiante, ¿de qué me vale esto a mí?
ST: En cierto modo tenemos el mismo problema, ¿no es así? Los dos queremos hacer que las escuelas sean mejores, yo desde dentro, y usted enseñando a docentes. Y la cuestión es: ¿lo que hacemos cambia en algo las cosas?
PR: Bueno, Sal, tiene que admitir que en estos tiempos «hacer que las escuelas sean mejores» parece un objetivo un poco intimidante. A veces creo que sólo hacemos lo que podemos para que no empeore, y no nos sale lo bastante bien. Me causa mucho desaliento a veces.
ST: Pero, profesor Richards, ¿cómo sigue enseñando si piensa así? ¿Qué hace que para usted valga la pena?
PR: Creo que ese es tema para otro momento. Probablemente he dicho en ese sentido más de lo que ahora debo. Dígame específicamente, ¿cuáles son las cosas que lo molestan en relación con la enseñanza? (sic)
ST: Bueno, hay innumerables dolores de cabeza mezclados con el trabajo mismo: no tengo el apoyo ni los recursos necesarios para hacer bien mi trabajo, las decisiones las toman otras personas que determinan qué puedo hacer y qué no, de muchísimas maneras se me hace sentir que no tiene valor lo que hago. Pero puedo aguantar muchas de esas cosas; lo he hecho durante ocho años. Lo positivo parecía pesar más que lo negativo; al menos, eso me decía a mí mismo. Ahora, después de haber asistido a sus clases, y de pensar en muchísimas cosas, los compromisos ya no parecen tener valor. Miro a mis alumnos y veo rostros tan distintos, algunos atentos, otros dormidos, otros resentidos, otros completamente inescrutables, y me pregunto: «¿Yo hago que cambies, y ese cambio es para mejor?». Todos tenemos días malos, pero yo podía atravesar los míos porque pensaba que a la larga la balanza se inclinaba hacia el lado positivo. Ahora pienso en el curriculum oculto, en la mayor parte del cual no tengo ninguna influencia, y en las tendencias propias del curriculum explícito, que excluye y desalienta a tantos estudiantes, a los que entonces etiquetamos como «fracasos», y pienso en las grandes influencias que los alumnos reciben, que están completamente fuera de la escuela, algunas de las cuales socavan o deshacen nuestros mejores esfuerzos. Y ahora me parece que no se trata en absoluto de una cuestión de equilibrio o de transacciones, sino de todo un sistema deteriorado, y no hay manera de ser parte de él y hacerles bien más que en unos pocos casos aislados; entretanto, la gran mayoría entra en letargo silenciosamente, a pesar de lo que hagamos.
PR: He tenido esa impresión.
ST: Pero lo peor es otra cosa: la manera en que han cambiado mis sentimientos hacia mis colegas. Los que trabajan por formalismo ahora me parecen parte de una malvada conspiración; los que son felices con su trabajo parecen incautos; a algunos los veo ahora como enemigos. Son personas que deseo sentir cerca en un sentido profesional, de equipo. Quisiera... bueno, haber mantenido esta conversación con algunos de ellos.
PR: Y si es así, ¿por qué no lo ha hecho?
ST: ¿Cuándo? Ninguno parece tener tiempo, y cuando hablamos, por lo común es sólo una charla para llenar unos minutos mientras tomamos un café. Más de una vez intenté iniciar conversaciones serias, a veces en torno de cuestiones como las mencionadas. No parecen ir muy lejos. Se convierten en sesiones de lamentos donde todos se turnan para hacer oír sus quejas. O alguno dice: «Caramba, me gustaría poder hablar, pero tengo que salir corriendo!». Hay muchísimas formas de detener una conversación, o de impedir que alcance un nivel serio, y a veces pienso que nos hemos convertido en especialistas en ello.
PR: ¿A qué lo atribuye usted?
ST: ¿Bromea conmigo, profesor? Maldición, ¿a qué lo atribuye usted? Cuando el tema se acerca a lo que uno piensa o siente o a lo que a uno le preocupa, repentinamente cambia. ¿No es esa justamente otra manera de evitar una verdadera conversación?
PR: Bien, Sal, mire: usted es el que viene aquí con un problema. Hablamos de usted e intentamos imaginarnos algunas de las cosas que le molestan a usted, y desde ese punto de vista no me parece que sea provechoso hacer una digresión acerca de lo que yo pienso, siento o me preocupa.
ST: ¿Pero no ve que no quiero ser sólo un estudiante que entra con una pregunta a cuya respuesta usted pueda conducirme socráticamente? Y tampoco quiero que me analicen; puedo pagar una terapia si lo deseo. Busco a alguien con quien hablar de estas preocupaciones que tengo, alguien que comprenda y responda a lo que siento, y ahí está usted, un supuesto especialista en el tema, y ni siquiera logro que sea franco conmigo.
PR: Perfecto, franqueémonos un poco entonces. Creo que usted elige la salida más fácil, Sal. No hay en el mundo una persona que haga un trabajo y a veces no sienta que no hace lo suficiente para mejorar las cosas, que otras personas le complican el trabajo, que no es todo lo que ellos esperaban que fuera, etc., etc. La mayoría está en una situación económica peor que la de usted. Usted ha elegido una vocación socialmente aprobada si se la compara con muchas otras. Usted es competente en lo que hace. ¿Cuál es la pena cuando (sic) lo ataca? ¿Qué no es perfecto?
ST: Profesor Richards: tengo treinta y dos años. No necesito dormir con luz y nadie me lee cuentos cuando voy a la cama. Si la mejor justificación que puede darme —usted, cuya carrera se basa en preparar y orientar a docentes—, si la mejor justificación es: «Vamos, muchacho, es un mundo duro y nada es perfecto»... Me pregunto, ¿es eso?
PR: No me siento para nada cómodo con el rumbo que toma esta conversación. Me parece que usted me exige cosas que nunca prometí dar. El propósito de esta conversación, creo, no era resolver su problema —puede que sea insoluble— sino comprender mejor cuál es su problema y las opciones que usted tiene.
ST: Está bien, perfecto.
PR: Ahora bien: he aprendido algo con el desarrollo que ha tenido la conversación hasta ahora. He llegado a saber que no puedo simplemente «hacer de profesor», como usted lo expresa, porque usted me pide un nivel de respuesta más personal. Veo que esta conversación me exigirá los mejores esfuerzos para reflexionar acerca del problema con usted, porque concierne a una preocupación que yo también tengo. He llegado a ver que, puesto que en parte yo mismo soy el responsable de la crisis, no puedo —ahora diría que no debo— limitarme a actuar simplemente como un interrogador distante.
ST: Por primera vez siento que usted trabaja conmigo en todo esto. Bueno, ¿dónde estábamos?
PR: Usted antes decía que lo peor de todo esto era que se sentía apartado de sus colegas; creo que dijo que algunos de ellos le parecían «enemigos». Usted no puede hablar con ellos acerca de las cosas que le preocupan. Ahora bien: yo suelo sentir lo mismo en mi trabajo aquí en la universidad; son muchos los colegas que están concentrados en su progreso profesional o se dan por satisfechos con pequeños logros que reclaman muchísima atención todos los días pero que no aportan mucho. Tengo aquí algunos buenos amigos, pero raramente me siento parte de un esfuerzo mayor por introducir un cambio.
ST: ¡Sí, sí! De eso hablaba, del sentimiento de tener un propósito en común. Si lo sintiera con la gente con la que trabajo, sería más sencillo unir mis preocupaciones a las de ellos; pero, como están las cosas, me siento muy mal cuando les pido su tiempo y su atención, y acepto que me despachen abruptamente.
PR: Bueno, no será tan simple llegar a experimentar ese sentimiento de tener un propósito en común. Aunque usted crea estar de acuerdo con otras personas, una conversación bien seria, profunda, no es fácil.
ST: No, no lo es, pero es más fácil.
PR: No estoy seguro. Quizás es al revés; usted dice que no puede hablar con sus colegas porque no siente que tenga algo en común con ellos. Pero puede que sea más exacto decir que usted no siente que tenga algo en común con ellos porque no habla...
ST: …pero inicio conversaciones; los otros parecen no tener tiempo para escuchar con atención, o para utilizar el cerebro más de lo que pide difundir el último chisme escolar.
PR: Iba a decir que puede hacer falta una creencia compartida en el valor de ciertas conversaciones, y la idea de que se ganará algo con el esfuerzo. Hablar en serio —lo que hacemos aquí, por ejemplo— es un verdadero trabajo: supone un esfuerzo reflexivo de las dos partes, como usted dice. Pero aun más que eso: supone cierta persistencia, el deseo de ver que el proceso lleve a un resultado, y en ocasiones puede no ser claro cómo ha de ser ese resultado. Lo creo más importante que compartir el sentimiento de estar de acuerdo. A veces podemos aprender más de la gente de la que nos separan grandes desacuerdos si enfocamos la conversación de la manera correcta.
ST: Acabo de saber que «comunicación» y «comunidad» derivan de la misma raíz. Puede ser que usted tenga razón en que el sentimiento de tener un propósito en común o el sentimiento de grupo del que hablo deriva más de nuestros esfuerzos por comunicarnos que de nuestro grado de acuerdo o desacuerdo en determinadas cuestiones. Pero ¿qué hace que el proceso de comunicación se inicie... lo que usted llamó «una creencia en compartida (sic) en el valor de la conversación»?
PR: Comencemos por el caso más difícil: cuando las personas saben que no están de acuerdo en ciertas cosas importantes. ¿Para qué se molestarían en hablar unas con otras? Una motivación típica es intentar convencer o modificar a la otra persona.
ST: Pero, ¿no es deshonesto no considerar la posibilidad de ser convencido o de cambiar uno mismo?
PR: Así es en verdad. Pero ¿quién va a crear ese grado de honestidad si no lo hace desde la propia conversación? No hay nada malo en que la persona A intente convencer a la persona B; pero A a veces necesita a B para indicarle que puede ocurrir lo opuesto. O, a veces, B reorienta la conversación optando por dar respuesta sólo a algunos de los problemas de A, o se los devuelve por sobre la red con un ángulo diferente. En cierto modo, usted hace eso conmigo, ¿no es verdad?
ST: Supongo que sí. Algunas cosas no pegan bien con lo que usted dice. Una es que tendemos a ver las diferencias de opinión o de juicio como una cuestión de diferencia entre chicos buenos y chicos malos. Iremos a conversar con un sesgo si creemos que el otro está equivocado, y no sólo equivocado, sino que tiene una mala intención. En el extremo contrario, también estorba una forma de relativismo: «Y bueno, usted tiene su opinión y yo tengo la mía. Nadie está equivocado, abandonemos el tema».
PR: Eso es interesante. Así que tanto el absolutismo como el relativismo son obstáculos para la conversación.  (negrillas añadidas)
ST: En un punto intermedio está el intento de hablar atravesando las diferencias, de hablar mediante ellas, como cuando se traduce de una lengua en otra. En realidad, como usted dice, esas suelen ser las conversaciones más interesantes. Tenemos que mantener las diferencias vivas, mantenerlas en tensión. De todos modos, las diferencias pueden estorbar, a pesar de las buenas intenciones... como en esta conversación, por ejemplo.
PR: ¿Qué quiere decir?
ST: Quiero decir que estamos en su despacho, en el campus. Yo lo llamo a usted «Profesor Richards» y usted me llama «Sal». Me siento un estudiante que viene aquí, me siento un poco culpable por quitarle su tiempo.
PR: Puede llamarme «Pat» si lo prefiere. Muchos estudiantes lo hacen.
ST: Esa no es en realidad la cuestión. Es la presunción con la que entro aquí; el nombre sólo lo simboliza.
PR: Concedido. Pero usted es uno de mis estudiantes, lo sabe, y no puedo sino sentirme un poco responsable por usted.
ST: No me importa que usted sepa cosas que yo no sé, y que quizás haya reflexionado en algunas cuestiones más que yo. Esa es en parte la razón por la que vine a hablar con usted. No quiero que me traten como a un «caso» más. Aunque usted sepa muchísimo acerca de esas cuestiones generales, mi situación es especial; es única, se trata de mí, no de algún otro.
PR: Usted dice que los papeles sociales conocidos, los estereotipos, los clisés cómodos también cierran la posibilidad de una comunicación real. Suponemos demasiado los unos de los otros; suponemos que ya sabemos lo que el otro va a decir.
ST: Bien, en parte es eso, pero también que esos papeles suelen obstaculizar nuestra capacidad de centrarnos en el contenido de la conversación, estemos de acuerdo o no, y sin que esos papeles lleven a aceptar un significado falso. Eso hace que me pregunte por qué nosotros, aquí, parecemos estar dispuestos a persistir en esta conversación. No ha sido fácil para ninguno de los dos, y casi se interrumpió un par de veces. Me parece que parte de la respuesta es que compartimos una visión progresista de la escuela; no es la visión mayoritaria, así que quizás en cierto modo nos une el sentimiento de adherir a algo que «ellos», sean quienes fueren, no comprenden.
PR: Ese es sin duda un factor en este caso, de acuerdo. Pero aun el acuerdo puede ser una barrera para la conversación: «Bien, usted y yo estamos de acuerdo en esto, así que ¿para qué avanzar más?». En última instancia, el acuerdo o el desacuerdo no pueden ser los factores decisivos. No siempre sabemos si estamos de acuerdo o en desacuerdo antes de emprender una conversación. Aparte de eso, el acuerdo y el desacuerdo pueden ser una excusa para interrumpir una conversación si se busca una excusa. Creo que una persona fundamentalmente tiene que creer que hablar acerca de las preocupaciones comunes es algo bueno. Supone alguna curiosidad y algún interés por los otros, también cierta confianza, y la creencia en que es la manera de lograr comprensión: hablando y aun discutiendo la gente acerca de aquello que la preocupa. Es preciso hablar con la gente porque creemos en ello y porque cada uno entiende que puede ganar con ello. Esto nos devuelve a lo que usted decía antes: las personas tienen que ser lo bastante parecidas para que la conversación sea posible y lo bastante diferentes para que valga la pena.
ST: Es una magnífica manera de decirlo. Con todo, «compromiso con el valor de la conversación en tanto tal» me parece una explicación terriblemente abstracta de los motivos de gente real. Las personas con las que trabajo pueden estar perfectamente dispuestas a mantener conversaciones serias en su casa con los miembros de la familia o con sus compinches mientras beben una cerveza o con los miembros de su grupo religioso o con quien fuere, pero no en la escuela.. Así que no se comprometen con la conversación en abstracto, separada del contexto. Quizás el problema es que en esos contextos más consensuales hay un grupo reconocible del que se sienten parte, y quieren entenderse entre ellos aunque surjan desacuerdos. Se sienten lo bastante seguros para correr ese riesgo porque el vínculo fundamental no se echará a perder si una disputa tiene mal resultado. Pero como en la escuela no sentimos ese vínculo, la posibilidad de un desacuerdo —que parece inevitable una vez en marcha una conversación seria, aun para personas que en lo esencial están de acuerdo en algunas cosas— es demasiado riesgosa. Usted tendrá que seguir tratando con esa persona todos los días, ¿sabe? ¿Qué ocurre si deciden que usted es un loco?
PR: No estoy seguro de que conversaciones genuinas sean frecuentes aun en esos escenarios más consensuales. Aunque las personas se inclinen a buscar un entendimiento, a veces parece que no tuvieran la aptitud para la conversación eficaz. Los docentes no son una excepción. (negrillas añadidas)
ST: Esta, si es verdadera, parece una acusación dirigida a los docentes. En cierto sentido, toda enseñanza es justamente llevar adelante una conversación. ¿Y usted dice que los docentes no saben hacerlo bien?
PR: No pretendo censurar a los docentes por eso. Es difícil que tengan ocasión de aprender a hacerlo bien; lo cierto es que en nuestros programas universitarios no se lo enseñamos. Y no se le asigna un valor muy alto en la lista oficial de «competencias para la enseñanza».
ST: Así que puede ser que la falta de una verdadera conversación entre los docentes no se deba a que no la valoremos o a que no tengamos tiempo sino a que no sabemos hacerlo.
PR: Se supone que conversar es una cosa tan natural que nunca enseñamos a nadie a hacerlo bien. Damos por sentado que la conversación simplemente ocurre.
ST: En cierto sentido, supongo, la conversación es natural: se da constantemente. Pero lo que usted parece entender por «conversación» incluye muchísimo más, como la noción de diálogo: un intento por entenderse, por cuestionar la posición de los demás y la nuestra, de explorar juntos ciertas ideas. No es algo fácil.
PR: Me pregunto qué significaría enseñar la buena conversación o el diálogo como habilidad explícita.
ST: Bueno, por lo pronto no estoy seguro de que se lo pueda enseñar mediante un conjunto de reglas que indique cada uno de los pasos por dar. Puede haber algunos lineamientos: ser honesto, atenerse al tema, escuchar antes de hablar, no adoptar una actitud defensiva ante los cuestionamientos o las críticas, etc. Pero una conversación no ha de ser crítica o transparente gracias a una lista de procedimientos; los participantes tienen que aportar a la conversación la voluntad de ver las cosas críticamente. (negrillas añadidas)
PR: Tienen que lograr que ocurra.
ST: Así es. Al final, parece un caso muy claro de aprendizaje por medio del hacer. Requiere por lo menos dos participantes dispuestos, y requiere también oportunidades. Pero a menudo necesitamos crear la oportunidad, si no, nunca se dará ninguna, sobre todo cuando hay tantos obstáculos y vallas que impiden que la conversación se dé con facilidad... algunos de esos obstáculos parecen casi intencionales en el caso de los docentes, porque se los tiene tan ocupados que difícilmente tengan tiempo.
PR: Parte de la creación de la oportunidad consiste en atraer la atención de un interlocutor. Usted dijo que las dos partes de una conversación tienen que estar dispuestas, pero a menudo no lo están: Sócrates que detuviera a la gente en la plaza pública, o usted y sus colegas, o incluso usted y yo al principio.
ST: Creo que Sócrates era especialmente hábil para recoger la pregunta o el enigma que la otra persona tenía y dirigirlo a sus propios propósitos. Los docentes tienen que hacer eso siempre con sus alumnos. Los interlocutores pueden no estar comprometidos en la conversación al comienzo, pero poco a poco pueden comprometerse.
PR: Así, a veces el propósito común viene establecido por un conjunto de valores compartidos o por relaciones previas: usted mencionó eso antes. Pero a veces el propósito común tiene que ser establecido por los propios interlocutores, cuando descubran sus inquietudes comunes.
ST: Pero sean cuales fueren los puntos de inquietud común, también son resultado de condiciones preexistentes. Una tercera posibilidad es que a veces deban crear una inquietud común a medida que hablan acerca de ella. De alguna manera, eso es lo que enfrento con mis colegas: la mayoría no está preocupada por las cosas que me preocupan. ¿Puedo hacer que se interesen?
PR: ¿Usted quiere decir si los puede preocupar e inquietar como yo lo he preocupado e inquietado a usted? ¿O en la forma en que usted me ha preocupado e inquietado a mí?
ST: Es la clave de la popularidad, ¿eh?
PR: Bueno, sospecho que descubrirá que usted no es el único en preocuparse por esas cosas.
ST: Pero ¿qué pasa con el resto? Quiero decir: digamos que logro que mis colegas hablen conmigo. Perfecto: eso puede ser magnífico. Pero están las demás cosas que me preocupan sobre la escuela, mi trabajo, mis alumnos y todo. ¿Modificará la conversación todo eso?
PR: Creo que tenemos que volver a la cuestión básica que al parecer lo molesta. ¿No era que usted no sentía la enseñanza tan valiosa como antes, que quería sentir que valía la pena lo que hacía, que tiene un propósito progresista? ¿Hablar con sus colegas no lo ayudaría a explicarse su sentimiento de pérdida y acaso a crear una nueva sensación de intencionalidad?
ST: No parece ser exactamente eso, o acaso mis pensamientos se aclaran a medida que hablamos. Desde que regresé a la universidad, aprendí muchísimo acerca del efecto de las escuelas en los niños y en la sociedad. Yo siempre creí que ese efecto era fundamentalmente bueno, aunque por cierto sabía que en las escuelas no faltaban los docentes miserables y otros problemas serios. Ahora todo me ha parecido al revés: creo que la mayor parte de lo que la escuela hace es reforzar el status quo, mantener a la minoría y a los chicos pobres en sus lugares, estar al servicio del Denominador Común; los buenos docentes que conozco, me parece que son pocos y aislados, y muchos de ellos se proponen renunciar, aunque no por las razones que señalo. Empiezo a dudar de todo el sistema educativo. ¿En qué medida encajo en ese patrón más general? ¿Soy consciente de los efectos reales de mi enseñanza?
PR: Mire: a veces creo que a nuestros estudiantes universitarios les hacemos un mal servicio. Les suministramos ideas, perspectivas, nuevos enfoques de la enseñanza que virtualmente les garantizan sentirse unos inadaptados en las escuelas tal como son. Los profesores nos decimos que si seguimos produciendo bastantes personas con un pensamiento certero, las escuelas cambiarán. Pero es claro que el solo hecho de poner a nuestros estudiantes ahí afuera no introduce un cambio fundamental en las escuelas; sólo se logra que se sientan aislados y como de otro mundo. Y quizá no sea posible en absoluto hacer que las escuelas cambien fundamentalmente, en lo inmediato.
ST: ¿Qué lo lleva a seguir enseñando, entonces? ¿Se siente alguna vez atrapado o comprometido con el sistema?
PR: Desde ya que sí. Y no me engaño a mí mismo pensando que probablemente cambie sustancialmente en un futuro cercano. Pero estoy convencido de que educar —lo que hago— vale la pena por sí.
ST: Pero puede contribuir también a perpetuar el sistema que usted crítica.
PR: Si las dos únicas opciones posibles son echar todo abajo o integrarme como un miembro más, sospecho que entonces seré un miembro más. Pero creo que tiene valor mantener las alternativas vivas, intentar representar un conjunto de valores educativos diferente y mejor, aunque sea poco lo que se pueda hacer para establecerlos universalmente.
ST: ¿Por ejemplo?
PR: Bien, conversaciones como esta. Hace mucho tiempo dejé de saber si intento enseñarles algo o si ustedes me lo enseñan, pero sí sé que ambas partes aprendemos algunas cosas decisivas cuando pasamos por este proceso, en especial aprendemos acerca de la conversación misma. Llámesele como se quiera, pero creo que necesitamos eso en nuestra vida, lo hagamos o no para vivir. Supongo que en cierto sentido este es un argumento también para renunciar, porque necesitamos que haya gente que haga eso en muchísimos otros contextos, no sólo en el lugar y el momento especiales que llamamos «escuela». Pero la necesitamos especialmente en la escuela, porque es la única institución formalmente dedicada a que eso ocurra.
ST: Su escuela quizá, la universidad, no la mía.
PR: Cambiar eso ¿qué exigiría?
ST: Exigiría por lo menos más tiempo. Más libertad académica, y libertad personal para decir lo que realmente pensamos. Sentir que intentamos introducir un cambio y que «todos estamos juntos en esto», lo que no abunda en este momento. Y más tiempo... ¿ya he dicho eso?
PR: Quizás usted deba buscar en otros lugares, aparte de su escuela, para hallar esas oportunidades. Acaso en su organización profesional o su sindicato, como usted quiera llamarlo. Quizás en otros grupos de la vecindad... la conversación no tiene que limitarse, por cierto, a los otros docentes. (negrillas añadidas)
ST. Entonces volvemos a la cuestión de formar un sentimiento de comunidad, y al problema del huevo y la gallina de hacer que las personas inicien esas conversaciones. Ahora veo que las conversaciones acerca de la enseñanza son parte de la enseñanza. Veo que necesito ayuda de los otros para reconocer los efectos de lo que hago, y viceversa. Y veo que no puedo apoyarme sólo en otros docentes para hacerlo. Pero ¿cómo se empieza?
PR: ¿Me lo pregunta? No tengo una receta. ¿Pero lo que hemos estado haciendo no es un ejemplo de ello? No partimos de una comprensión mutua. Por momentos los dos estuvimos un poco ofendidos y a la defensiva. No somos miembros de la misma comunidad...
ST: ... Quizá lo somos ahora en una forma en que no lo éramos antes. En lugar de ser maestro y alumno, empezamos a vernos los dos como partes de una comunidad más amplia de «educadores».  (negrillas añadidas)
PR: O como parte de una conversación en marcha acerca de la enseñanza, que es también una forma de aprender acerca de la conversación misma. En realidad, si la única forma de aprender a mantener conversaciones serias consiste en mantenerlas, entonces al ampliar las conversaciones a más personas, incluidos los alumnos, mejoramos nuestras aptitudes, mejoramos sus aptitudes y mantenemos vivo un enfoque diferente de la educación. Pero subsisten las mismas barreras para crear tales conversaciones. (negrillas añadidas)
ST: Lo sé. Pero toda esta discusión se basa en el supuesto de que las escuelas son tales que nos impiden hacer lo que queremos hacer, lo que creemos que se necesita. La única manera de acercamos al trato con esa realidad es crear una comprensión crítica de lo que hacemos, de los intereses a los que servimos. Entonces quizá podamos cuestionar algunas de esas barreras y crear enclaves de posibilidades radicalmente diferentes. Pero no podemos hacerlo solos; tenemos que hablar los unos con los otros. (resaltado añadido por el divulgador)
PR: Entonces, ¿qué hará usted en su escuela?
ST: ¿Y qué hará usted en su escuela?



* Tomado del Libro: El dialogo en la enseñanza. Teoría y práctica, de Nicholas C. Burbules. pp 182-195. Amorrortu editores. Argentina. 1 999. [Nicholas C. Burbules, Dialogue in Teaching: Theory and Practice. New York: Teachers College Press, 1993]
Nota del Divulgador: Hay algunos problemas de traducción, pero los mismos no impiden la comprensión del texto.